jueves, 11 de abril de 2013

Relato: El escritor de epitafios.


Escribí este relato hace algún tiempo. Creo que es un buen relato para inaugurar la publicación de mis historias en el blog. Espero que os guste.



El escritor de epitafios.

El Escritor de Epitafios pasaba las horas, los días, sentado en la terraza del Café Casino, mirando hacia la calle. En la mesa de mármol antiguo, el diario, un café solo y una botella de agua mineral. Desde su posición privilegiada veía pasar la vida, los transeúntes, el tráfico de personas y vehículos. Daba un sorbo al café, otro al agua y observaba.

Nadie recordaba exactamente desde cuándo ocupaba aquella mesa. Tampoco recordaban el porqué se dedicaba al increíble oficio de escribir epitafios. Dicen que desde que murió su mujer, si es que estuvo casado, cosa que nadie sabe. También cuentan que sobrevivió a la guerra y quedó impresionado por la muerte. Son sólo rumores, leyendas. Lo cierto es que nadie, incluso hoy en día, sabe mucho sobre el Escritor de Epitafios. Lo que si sabía todo el mundo es que él y sólo él era el encargado de escribir, desde siempre, los epitafios de los finados de la ciudad. Nadie sabe cómo, pero siempre, sin excepción, acertaba con las frases. Cuando moría alguien en la ciudad, ya fuera por causa natural o no, los familiares y amigos se daban cita  poco antes del funeral en la terraza del Café Casino. Allí consultaban con El Escritor de Epitafios. Le contaban quién había muerto y cuándo. Él sorbía el café, pensaba unos segundos y les sentenciaba el epitafio: “Por favor, no molestar”, “La muerte todo lo iguala”. “No me mires así, que tú también acabarás igual”, “Yo tenía razón, y vosotros no”… Los amigos y familiares quedaban atónitos. No había frase que resumiera mejor la vida, los deseos y las cualidades del fallecido. Era asombroso. Siempre era el epitafio perfecto. A veces los familiares rompían a llorar cuando el Escritor de Epitafios les comunicaba la sentencia. Otras veces aplaudían, se emocionaban… pero siempre le daban las gracias. Jamás fallaba en su frase.
El cementerio municipal se convirtió gracias al escritor en  una verdadera colección de joyas, verdadera literatura que asombraba a los que lo visitaban por primera vez.

Pero, poco a poco, las cosas fueron cambiando. Nadie sabe quién fue el primero, pero la costumbre de consultar al Escritor de Epitafios se fue perdiendo poco a poco y arraigó la moda de poner en las lápidas frases conocidas, extractos de canciones o de poemas. Parecía haber una rivalidad entre las familias de los finados en conseguir la cita más popular, de la canción más conocida y más internacional.  De este modo, en el cementerio de la ciudad empezó a aparecer epitafios como “Game over”, “Let it be”, “Sayonara baby”, “Live and let die”…… epitafios impersonales y perecederos, como la memoria de quienes hablan.
El tema de la elección del epitafio era entonces motivo de discusión. Los amigos discutían con los familiares y éstos a su vez con los conocidos, amantes y demás afines al muerto. La polémica era tan grande que se extendió la costumbre de que el propio fallecido escribiera su epitafio poco antes de morir. Este procedimiento creó aún más polémica, pues los que están a poco de fallecer suelen insultar al médico o a la familia a causa de la cercanía del fin. Proliferaron epitafios como “La culpa fue del doctor” o “No os peleéis por la herencia porque no os dejo nada, pandilla de buitres”.

El Escritor de Epitafios vivió ajeno a este cambio de rumbo. Siguió visitando el Café Casino a diario, disfrutando de su taza caliente y su periódico, observando la calle y devolviendo sonrisas amables a quién le saludaba. Nadie le consultaba ya, pero él era el mismo.
Así pasaron años, muchos años, y el Escritor de Epitafios fue envejeciendo en la mesa de mármol. Tranquilamente, leía las esquelas en el diario y dicen que, a veces, se le escapaba una media sonrisa.

Aquella tarde era una como cualquier otra. El Escritor de Epitafios hojeaba la prensa mientras bebía café solo. Alzó la vista y vio como una docena de personas se acercaba tímidamente a la terraza del Café. Iban de luto. Algunos tenían los ojos llorosos, otros el semblante serio. Todos lo miraban de reojo. Pararon a pocos pasos de la mesa de mármol. Finalmente uno de ellos, un joven que apenas tenía veinte años, se adelantó y se acercó. 
-Buenas tardes – dijo- sentimos interrumpirle. Ha muerto mi abuela Francisca, la costurera. Ya era muy anciana. Su familia no sabemos cómo rendirle homenaje en la lápida y habíamos pensado en que usted…bueno, si no le importa… hemos estado discutiendo sobre qué poner en la lápida y como usted antes, bueno, hace años, se dedicaba a esto…
El Escritor de Epitafios acabó su café sin prisa. Pensó unos segundos y sentenció.
-“Nunca  puntada sin hilo”-
El joven se quedó sin palabras. Giró la cabeza hacia su familia y vio como todos, sin excepción, asentían. Ésa era sin duda la frase que mejor resumía la vida de  la abuela Francisca.
La noticia corrió como la pólvora por la ciudad. Como alguien que recuerda algo de repente, la ciudad entera redescubrió al Escritor de Epitafios. Le dedicaron artículos en la prensa local y su fama llegó incluso a otras ciudades vecinas. El trabajo se le acumulaba. A veces hacía tres o cuatro al día. Hubo gente que incluso le pidió que modificara  epitafios que ya llevaban años grabados, de la época de los extractos de otras frases.

Así pasaron los años y el Escritor de Epitafios se convirtió, sin haberlo deseado nunca, en una institución. Pero la muerte no perdona a nadie, como bien sabía él mismo, y una mañana como otra cualquiera llegó al Café Casino la noticia. Ni aquel día, ni ninguno más, volvería a sentarse en la vieja mesa de mármol el Escritor de Epitafios. Había fallecido tranquilamente, mientras dormía, en su casa. Nadie se lo esperaba y su muerte causó una gran conmoción.

El día de su entierro, cientos de personas acudirían al funeral. Una pregunta sobrevolaba el ambiente: ¿qué epitafio hay que poner en la tumba del Escritor de Epitafios? Como durante años fue costumbre, los ciudadanos se reunieron en la terraza del Café Casino. Hoy no había a quién preguntar, así que, allí en pie, se inició un debate sobre qué poner en la lápida. “Escribir es vivir”, “Preguntadme y os responderé”, “Aquí yace y de aquí no se moverá”… las propuestas eran de lo más variopintas y la mayoría de ellas eran recibidas con gestos de desaprobación. Ningún epitafio era digno del Escritor de Epitafios. Pasaron horas y horas, y no se llegaba a un acuerdo. Cayó la noche y el debate era igual de intenso e infructuoso que a primera hora de la mañana. La desesperación cundió entre los habitantes de la ciudad. Querían devolver al Escritor de Epitafios todo el ingenio y arte que él les había dado en vida, pero no sabían como.
Bien entrada la noche, justo al borde de la mesa de mármol, un niño de no más de cinco años se aburría escuchando a los mayores debatir y empezó a curiosear la mesa. De repente descubrió algo maravilloso. Tiró de la camisa de su padre. “Papá, mira”, dijo señalando la mesa por debajo. El padre se agacho y observó el anverso de la famosa mesa de mármol. Quedó maravillado. Pidió ayuda y entre varios hombres le dieron la vuelta. Se hizo el silencio.  Durante años y años el Escritor de Epitafios había tomado notas secretas de la vida en la ciudad, de sus habitantes, de sus gustos e inquietudes, de sus anhelos y deseos. Y allí, en la mesa, había quedado todo aquello escrito, todo el fruto de sus observaciones. Una maraña de datos y anotaciones escritos a mano, dibujos y esquemas, bocetos, nombres y apellidos. Todos juntos, unos encima de otros, pero legibles. Como la propia ciudad. Una superposición de voluntades y vidas, entremezcladas las unas con las otras pero individuales.
En ese momento los ciudadanos lo vieron claro. La mesa se convirtió en lápida para que, tal como fue en vida, acompañara al Escritor de Epitafios en la eternidad. Por fin pudieron rendir homenaje al que durante tantos años se había encargado de resumir con acierto las vidas de los demás.   
Él no lo supo nunca, pero durante años había estado escribiendo su propio epitafio en aquella mesa del Café Casino. Aunque, pensándolo bien y ahora que han pasado los años, me pregunto si esa no era realmente su voluntad, si él ya sabía que lo que estaba escribiendo, le acompañaría para siempre. Eso, como tantas cosas, quedará entre la Muerte y el Escritor de Epitafios.  

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