Escribí este relato hace algún tiempo. Creo que es un buen relato para inaugurar la publicación de mis historias en el blog. Espero que os guste.
El
escritor de epitafios.
El Escritor de Epitafios pasaba las horas,
los días, sentado en la terraza del Café Casino, mirando hacia la calle. En la
mesa de mármol antiguo, el diario, un café solo y una botella de agua mineral.
Desde su posición privilegiada veía pasar la vida, los transeúntes, el tráfico
de personas y vehículos. Daba un sorbo al café, otro al agua y observaba.
Nadie recordaba exactamente desde cuándo
ocupaba aquella mesa. Tampoco recordaban el porqué se dedicaba al increíble oficio
de escribir epitafios. Dicen que desde que murió su mujer, si es que estuvo
casado, cosa que nadie sabe. También cuentan que sobrevivió a la guerra y quedó
impresionado por la muerte. Son sólo rumores, leyendas. Lo cierto es que nadie,
incluso hoy en día, sabe mucho sobre el Escritor de Epitafios. Lo que si sabía
todo el mundo es que él y sólo él era el encargado de escribir, desde siempre, los
epitafios de los finados de la ciudad. Nadie sabe cómo, pero siempre, sin
excepción, acertaba con las frases. Cuando moría alguien en la ciudad, ya fuera
por causa natural o no, los familiares y amigos se daban cita poco antes del funeral en la terraza del
Café Casino. Allí consultaban con El Escritor de Epitafios. Le contaban quién
había muerto y cuándo. Él sorbía el café, pensaba unos segundos y les
sentenciaba el epitafio: “Por favor, no molestar”, “La muerte todo lo iguala”.
“No me mires así, que tú también acabarás igual”, “Yo tenía razón, y vosotros
no”… Los amigos y familiares quedaban atónitos. No había frase que resumiera
mejor la vida, los deseos y las cualidades del fallecido. Era asombroso.
Siempre era el epitafio perfecto. A veces los familiares rompían a llorar
cuando el Escritor de Epitafios les comunicaba la sentencia. Otras veces
aplaudían, se emocionaban… pero siempre le daban las gracias. Jamás fallaba en
su frase.
El cementerio municipal se convirtió gracias
al escritor en una verdadera
colección de joyas, verdadera literatura que asombraba a los que lo visitaban
por primera vez.
Pero, poco a poco, las cosas fueron
cambiando. Nadie sabe quién fue el primero, pero la costumbre de consultar al Escritor
de Epitafios se fue perdiendo poco a poco y arraigó la moda de poner en las
lápidas frases conocidas, extractos de canciones o de poemas. Parecía haber una
rivalidad entre las familias de los finados en conseguir la cita más popular,
de la canción más conocida y más internacional. De este modo, en el cementerio de la ciudad empezó a
aparecer epitafios como “Game over”, “Let it be”, “Sayonara baby”, “Live and
let die”…… epitafios impersonales y perecederos, como la memoria de quienes
hablan.
El tema de la elección del epitafio era
entonces motivo de discusión. Los amigos discutían con los familiares y éstos a
su vez con los conocidos, amantes y demás afines al muerto. La polémica era tan
grande que se extendió la costumbre de que el propio fallecido escribiera su
epitafio poco antes de morir. Este procedimiento creó aún más polémica, pues
los que están a poco de fallecer suelen insultar al médico o a la familia a
causa de la cercanía del fin. Proliferaron epitafios como “La culpa fue del
doctor” o “No os peleéis por la herencia porque no os dejo nada, pandilla de
buitres”.
El Escritor de Epitafios vivió ajeno a este
cambio de rumbo. Siguió visitando el Café Casino a diario, disfrutando de su
taza caliente y su periódico, observando la calle y devolviendo sonrisas
amables a quién le saludaba. Nadie le consultaba ya, pero él era el mismo.
Así pasaron años, muchos años, y el Escritor
de Epitafios fue envejeciendo en la mesa de mármol. Tranquilamente, leía las
esquelas en el diario y dicen que, a veces, se le escapaba una media sonrisa.
Aquella tarde era una como cualquier otra. El
Escritor de Epitafios hojeaba la prensa mientras bebía café solo. Alzó la vista
y vio como una docena de personas se acercaba tímidamente a la terraza del
Café. Iban de luto. Algunos tenían los ojos llorosos, otros el semblante serio.
Todos lo miraban de reojo. Pararon a pocos pasos de la mesa de mármol.
Finalmente uno de ellos, un joven que apenas tenía veinte años, se adelantó y
se acercó.
-Buenas tardes – dijo- sentimos
interrumpirle. Ha muerto mi abuela Francisca, la costurera. Ya era muy anciana.
Su familia no sabemos cómo rendirle homenaje en la lápida y habíamos pensado en
que usted…bueno, si no le importa… hemos estado discutiendo sobre qué poner en
la lápida y como usted antes, bueno, hace años, se dedicaba a esto…
El Escritor de Epitafios acabó su café sin
prisa. Pensó unos segundos y sentenció.
-“Nunca puntada sin hilo”-
El joven se quedó sin palabras. Giró la
cabeza hacia su familia y vio como todos, sin excepción, asentían. Ésa era sin
duda la frase que mejor resumía la vida de la abuela Francisca.
La noticia corrió como la pólvora por la
ciudad. Como alguien que recuerda algo de repente, la ciudad entera redescubrió
al Escritor de Epitafios. Le dedicaron artículos en la prensa local y su fama
llegó incluso a otras ciudades vecinas. El trabajo se le acumulaba. A veces
hacía tres o cuatro al día. Hubo gente que incluso le pidió que modificara epitafios que ya llevaban años grabados,
de la época de los extractos de otras frases.
Así pasaron los años y el Escritor de
Epitafios se convirtió, sin haberlo deseado nunca, en una institución. Pero la
muerte no perdona a nadie, como bien sabía él mismo, y una mañana como otra
cualquiera llegó al Café Casino la noticia. Ni aquel día, ni ninguno más,
volvería a sentarse en la vieja mesa de mármol el Escritor de Epitafios. Había
fallecido tranquilamente, mientras dormía, en su casa. Nadie se lo esperaba y
su muerte causó una gran conmoción.
El día de su entierro, cientos de personas acudirían
al funeral. Una pregunta sobrevolaba el ambiente: ¿qué epitafio hay que poner
en la tumba del Escritor de Epitafios? Como durante años fue costumbre, los
ciudadanos se reunieron en la terraza del Café Casino. Hoy no había a quién
preguntar, así que, allí en pie, se inició un debate sobre qué poner en la
lápida. “Escribir es vivir”, “Preguntadme y os responderé”, “Aquí yace y de
aquí no se moverá”… las propuestas eran de lo más variopintas y la mayoría de
ellas eran recibidas con gestos de desaprobación. Ningún epitafio era digno del
Escritor de Epitafios. Pasaron horas y horas, y no se llegaba a un acuerdo.
Cayó la noche y el debate era igual de intenso e infructuoso que a primera hora
de la mañana. La desesperación cundió entre los habitantes de la ciudad.
Querían devolver al Escritor de Epitafios todo el ingenio y arte que él les
había dado en vida, pero no sabían como.
Bien entrada la noche, justo al borde de la
mesa de mármol, un niño de no más de cinco años se aburría escuchando a los
mayores debatir y empezó a curiosear la mesa. De repente descubrió algo
maravilloso. Tiró de la camisa de su padre. “Papá, mira”, dijo señalando la
mesa por debajo. El padre se agacho y observó el anverso de la famosa mesa de
mármol. Quedó maravillado. Pidió ayuda y entre varios hombres le dieron la
vuelta. Se hizo el silencio.
Durante años y años el Escritor de Epitafios había tomado notas secretas
de la vida en la ciudad, de sus habitantes, de sus gustos e inquietudes, de sus
anhelos y deseos. Y allí, en la mesa, había quedado todo aquello escrito, todo
el fruto de sus observaciones. Una maraña de datos y anotaciones escritos a mano,
dibujos y esquemas, bocetos, nombres y apellidos. Todos juntos, unos encima de
otros, pero legibles. Como la propia ciudad. Una superposición de voluntades y
vidas, entremezcladas las unas con las otras pero individuales.
En ese momento los ciudadanos lo vieron
claro. La mesa se convirtió en lápida para que, tal como fue en vida,
acompañara al Escritor de Epitafios en la eternidad. Por fin pudieron rendir
homenaje al que durante tantos años se había encargado de resumir con acierto
las vidas de los demás.
Él no lo supo nunca, pero durante años había
estado escribiendo su propio epitafio en aquella mesa del Café Casino. Aunque,
pensándolo bien y ahora que han pasado los años, me pregunto si esa no era
realmente su voluntad, si él ya sabía que lo que estaba escribiendo, le acompañaría
para siempre. Eso, como tantas cosas, quedará entre la Muerte y el Escritor de
Epitafios.
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