Hace mucho tiempo escribí estos dos relatos para unos concursos de cuentos fantásticos. No gané nada mas que la satisfacción de haberlos acabado. Siempre he pensado que es mejor escribir algo aunque no sea bueno, que no escribir nada.
Extraña manera de morir,
por Sergi Pitarch Garrido
Eusebio era un hombre tranquilo.
Tranquilo y sano. Aparentemente no se podía esperar que muriera así como murió,
de repente, aquel verano de 1922 a los 78 años de edad. O al menos eso pensó su
familia. Eusebio en realidad padecía una extraña enfermedad que resultó ser
fatal. Aquel hombre bueno, padre de familia, sufría sin saberlo catalepsia. Y
así, sin poder evitarlo y con todos los músculos de su cuerpo inmóviles y el
corazón apenas funcionando apareció un día postrado en su sofá. Su familia no
tardó en darlo por muerto cosa que el médico rural certificó tras un examen
visual. “he visto muchas muertes así, tranquilas y en paz” dijo a su
desconsolada mujer e hijos. Eusebio asistió con horror a aquel diagnóstico,
gritando por dentro, pidiendo ayuda sin que nadie, excepto él, pudiese oírle.
El funeral y el entierro se
organizaron con premura. Eusebio pudo oír los pésames de los vecinos y la
familia mientras colocaban su ataúd de madera de pino en el nicho que él mismo
había adquirido años atrás. Eusebio intentó moverse, gritar, hacerse notar de
alguna manera, pero le fue imposible. Su cuerpo estaba paralizado
completamente. Oyó cómo cerraban ta tumba y luego el silencio. Eusebio lloraba
por dentro. No podía creer lo que le estaba pasando. Así pasó un día, y otro…
el tiempo se confundía en su mente hasta que de repente algo cambió. Empezó a
sentir sus extremidades, débilmente pero seguro. A pesar de la oscuridad, del
aire viciado de aquella cápsula de madera, Eusebio empezó a reunir fuerzas
apenas para poder murmurar algo… un susurro de auxilio, una llamada de vida.
Su pensamiento se interrumpió de
repente. ¡Alguien estaba hurgando en su nicho! Tal vez se habían dado cuenta de
algo durante el entierro y allí estaban. ¡Estaban sacando su ataúd de aquel
agujero¡ Eusebio se concentró, rezó brevemente para reunir fuerza suficiente y
poder hablar, aunque solo fuese un murmullo. Unas manos fuertes sacaron totalmente
el ataúd y lo depositaron en el suelo. Eusebio oyó saltar los clavos de la tapa
y por fin, se abrió. Era de noche. La luna nunca había sido tan bella para él.
Cuando acostumbró la vista pudo reconocer a dos personajes que le miraban con
atención. Los conocía.
Eran Rafael y Alberto, dos
jóvenes del pueblo que trabajaban para la facultad de Medicina de la capital.
¡Estaba salvado! Alguien había revisado su caso y habían venido a rescatarlo.
Respiró hondo y empezó a mover los brazos lentamente hacia los jóvenes. Abrió
la boca lentamente y susurró “Socorro”. Rafael y Alberto se quedaron sin
respiración. Su caras se inundaron de terror. “Soy yo” balbuceó Eusebio “me
enterraron vivo”. Rafael y Alberto se quedaron de piedra y se miraron
mutuamente. Rafael rompió el silencio. Siempre, desde pequeño, y Eusebio lo conocía
bien, había sido un chico resuelto.
El joven pareció dudar hasta que
por fin habló mientras alcanzaba el martillo “Hemos venido a por un cadáver
para la clase de anatomía y un cadáver nos vamos a llevar”. Al día siguiente
los alumnos de medicina practicaban sobre un cadáver con la cabeza reventada a
martillazos. “Extraña manera de morir”
comentó uno de los estudiantes mirando los hematomas en la frente de Eusebio,
No sabía hasta qué punto había acertado en su diagnóstico.
EL REFUGIO
Las sirenas sonaron poco antes
del bombardeo. Ya se escuchaban claramente los motores cuando vecinos y
transeúntes de la calle Alfambra de Valencia se precipitaron hacia el refugio que
había instalado en los sótanos de un antiguo almacén de corte y confección. Era
abril de 1937. La gente se agolpaba en las puertas mientras los silbidos de los
proyectiles rasgaban el cielo y anunciaban la destrucción. La gente bajó a toda
prisa hasta el refugio y allí se quedaron, en silencio. Fuera las calles
estallaban en ruidosas explosiones que casi se podían sentir. Silencio en la
galería subterránea. Algunos, los menos, rezaban por lo bajo. La mayoría callaba
esperando que acabara pronto aquel infierno y entre ellos la pequeña Rebeca con
su madre. Las sirenas las habían sorprendido comprando pescado en el mercado.
Las explosiones sonaban ahora. cada vez más cerca. Y más seguidas. Ahora hacían
temblar los cimientos del viejo edificio y hacían parpadear las pequeñas
bombillas que tímidamente alumbraban la estancia. Una explosión. Otra más. Dos,
seguida. El refugio temblaba como si el propio edificio adivinara su trágico
destino. Un silencio y, de repente, una enorme bomba cayó en el viejo almacén
de corte y confección. Estalló con toda su fuerza y el edificio se desplomó. En
el refugio las paredes se resquebrajaron como un vagón descarrilando a máxima
velocidad. La luz se apagó y las personas allí refugiadas se vieron envueltas
en un amasijo de cascotes, fuego y destrucción. Los gritos se confundían con
las explosiones. Muchos de los refugiados yacían entre los restos de aquél
ataúd de cemento sin vida, atrapados. La explosión había taponado la salida y
el fuego, el calor y la desesperación inundaban la sala. La pequeña Rebeca
tardó en incorporarse llorando quedamente y cubierta de polvo. Había quedado
parcialmente atrapada por los escombros.
Cuando pudo levantarse, entre el humo, la oscuridad y los cascotes notó como se
iban apagando poco a poco los gritos de la gente. Pero, ¿y su madre?. Se giró,
palpó las rocas, los restos. Gritó “mamá” pero nadie respondía. “¡mamá, mamá!”la
niña rompía el silencio con sus gritos ahogados en lágrimas, pero el silencio
que la envolvía era casi irreal. De repente se percató de una luz apenas
visible que apareció entre los restos del edificio. A unos metros de ella, si
lograba deslizarse entre los huecos que habían dejado los escombros, quizá
podría salir de aquella extraña cueva artificial en la que se había convertido el
refugio. “¡mamá, mamá!”! gritaba entre sollozos la pequeña rebeca mientras se
arrastraba hacia la luz. Por fin pudo llegar al hueco iluminado. El olor a
ceniza y humo había desaparecido y la niña sintió un aliento diferente, una
bocanada de aire fresco. “Eres tu? mamá? ¡mamá, mamá!” La luz se hizo intensa,
casi cegadora, pero Rebeca no le prestaba atención. Sólo tenía ojos para un
extraño aparato que a pocos centímetros
de su cara, daba vueltas, y vueltas. “¡mamá, mamá!”. La niña sentía que tenía
que hablar allí, junto a esa extraña máquina, pero no sabía por qué.
Días después, el profesor
Cantavieja recibió en su despacho una extraña cinta. La enviaba un aficionado
junto a una nota. El viejo profesor puso la cinta. Tras un silencio pudo
escuchar, apena audible “¡mamá,…..mamá!”. La puso varias veces para asegurarse
de que había oído bien. Luego leyó la nota. Decía “Registrado en el antiguo
refugio de la calle Alfambra el 3 de enero de 2006”.