miércoles, 7 de agosto de 2013

Dos cuentos

Hace mucho tiempo escribí estos dos relatos para unos concursos de cuentos fantásticos. No gané nada mas que la satisfacción de haberlos acabado. Siempre he pensado que es mejor escribir algo aunque no sea bueno, que no escribir nada.  


Extraña manera de morir,
por Sergi Pitarch Garrido

Eusebio era un hombre tranquilo. Tranquilo y sano. Aparentemente no se podía esperar que muriera así como murió, de repente, aquel verano de 1922 a los 78 años de edad. O al menos eso pensó su familia. Eusebio en realidad padecía una extraña enfermedad que resultó ser fatal. Aquel hombre bueno, padre de familia, sufría sin saberlo catalepsia. Y así, sin poder evitarlo y con todos los músculos de su cuerpo inmóviles y el corazón apenas funcionando apareció un día postrado en su sofá. Su familia no tardó en darlo por muerto cosa que el médico rural certificó tras un examen visual. “he visto muchas muertes así, tranquilas y en paz” dijo a su desconsolada mujer e hijos. Eusebio asistió con horror a aquel diagnóstico, gritando por dentro, pidiendo ayuda sin que nadie, excepto él, pudiese oírle.
El funeral y el entierro se organizaron con premura. Eusebio pudo oír los pésames de los vecinos y la familia mientras colocaban su ataúd de madera de pino en el nicho que él mismo había adquirido años atrás. Eusebio intentó moverse, gritar, hacerse notar de alguna manera, pero le fue imposible. Su cuerpo estaba paralizado completamente. Oyó cómo cerraban ta tumba y luego el silencio. Eusebio lloraba por dentro. No podía creer lo que le estaba pasando. Así pasó un día, y otro… el tiempo se confundía en su mente hasta que de repente algo cambió. Empezó a sentir sus extremidades, débilmente pero seguro. A pesar de la oscuridad, del aire viciado de aquella cápsula de madera, Eusebio empezó a reunir fuerzas apenas para poder murmurar algo… un susurro de auxilio, una llamada de vida.
Su pensamiento se interrumpió de repente. ¡Alguien estaba hurgando en su nicho! Tal vez se habían dado cuenta de algo durante el entierro y allí estaban. ¡Estaban sacando su ataúd de aquel agujero¡ Eusebio se concentró, rezó brevemente para reunir fuerza suficiente y poder hablar, aunque solo fuese un murmullo. Unas manos fuertes sacaron totalmente el ataúd y lo depositaron en el suelo. Eusebio oyó saltar los clavos de la tapa y por fin, se abrió. Era de noche. La luna nunca había sido tan bella para él. Cuando acostumbró la vista pudo reconocer a dos personajes que le miraban con atención. Los conocía.
Eran Rafael y Alberto, dos jóvenes del pueblo que trabajaban para la facultad de Medicina de la capital. ¡Estaba salvado! Alguien había revisado su caso y habían venido a rescatarlo. Respiró hondo y empezó a mover los brazos lentamente hacia los jóvenes. Abrió la boca lentamente y susurró “Socorro”. Rafael y Alberto se quedaron sin respiración. Su caras se inundaron de terror. “Soy yo” balbuceó Eusebio “me enterraron vivo”. Rafael y Alberto se quedaron de piedra y se miraron mutuamente. Rafael rompió el silencio. Siempre, desde pequeño, y Eusebio lo conocía bien, había sido un chico resuelto.
El joven pareció dudar hasta que por fin habló mientras alcanzaba el martillo “Hemos venido a por un cadáver para la clase de anatomía y un cadáver nos vamos a llevar”. Al día siguiente los alumnos de medicina practicaban sobre un cadáver con la cabeza reventada a martillazos.  “Extraña manera de morir” comentó uno de los estudiantes mirando los hematomas en la frente de Eusebio, No sabía hasta qué punto había acertado en su diagnóstico.





EL REFUGIO

Las sirenas sonaron poco antes del bombardeo. Ya se escuchaban claramente los motores cuando vecinos y transeúntes de la calle Alfambra de Valencia se precipitaron hacia el refugio que había instalado en los sótanos de un antiguo almacén de corte y confección. Era abril de 1937. La gente se agolpaba en las puertas mientras los silbidos de los proyectiles rasgaban el cielo y anunciaban la destrucción. La gente bajó a toda prisa hasta el refugio y allí se quedaron, en silencio. Fuera las calles estallaban en ruidosas explosiones que casi se podían sentir. Silencio en la galería subterránea. Algunos, los menos, rezaban por lo bajo. La mayoría callaba esperando que acabara pronto aquel infierno y entre ellos la pequeña Rebeca con su madre. Las sirenas las habían sorprendido comprando pescado en el mercado. Las explosiones sonaban ahora. cada vez más cerca. Y más seguidas. Ahora hacían temblar los cimientos del viejo edificio y hacían parpadear las pequeñas bombillas que tímidamente alumbraban la estancia. Una explosión. Otra más. Dos, seguida. El refugio temblaba como si el propio edificio adivinara su trágico destino. Un silencio y, de repente, una enorme bomba cayó en el viejo almacén de corte y confección. Estalló con toda su fuerza y el edificio se desplomó. En el refugio las paredes se resquebrajaron como un vagón descarrilando a máxima velocidad. La luz se apagó y las personas allí refugiadas se vieron envueltas en un amasijo de cascotes, fuego y destrucción. Los gritos se confundían con las explosiones. Muchos de los refugiados yacían entre los restos de aquél ataúd de cemento sin vida, atrapados. La explosión había taponado la salida y el fuego, el calor y la desesperación inundaban la sala. La pequeña Rebeca tardó en incorporarse llorando quedamente y cubierta de polvo. Había quedado parcialmente atrapada por  los escombros. Cuando pudo levantarse, entre el humo, la oscuridad y los cascotes notó como se iban apagando poco a poco los gritos de la gente. Pero, ¿y su madre?. Se giró, palpó las rocas, los restos. Gritó “mamá” pero nadie respondía. “¡mamá, mamá!”la niña rompía el silencio con sus gritos ahogados en lágrimas, pero el silencio que la envolvía era casi irreal. De repente se percató de una luz apenas visible que apareció entre los restos del edificio. A unos metros de ella, si lograba deslizarse entre los huecos que habían dejado los escombros, quizá podría salir de aquella extraña cueva artificial en la que se había convertido el refugio. “¡mamá, mamá!”! gritaba entre sollozos la pequeña rebeca mientras se arrastraba hacia la luz. Por fin pudo llegar al hueco iluminado. El olor a ceniza y humo había desaparecido y la niña sintió un aliento diferente, una bocanada de aire fresco. “Eres tu? mamá? ¡mamá, mamá!” La luz se hizo intensa, casi cegadora, pero Rebeca no le prestaba atención. Sólo tenía ojos para un extraño aparato que  a pocos centímetros de su cara, daba vueltas, y vueltas. “¡mamá, mamá!”. La niña sentía que tenía que hablar allí, junto a esa extraña máquina, pero no sabía por qué.


Días después, el profesor Cantavieja recibió en su despacho una extraña cinta. La enviaba un aficionado junto a una nota. El viejo profesor puso la cinta. Tras un silencio pudo escuchar, apena audible “¡mamá,…..mamá!”. La puso varias veces para asegurarse de que había oído bien. Luego leyó la nota. Decía “Registrado en el antiguo refugio de la calle Alfambra el 3 de enero de 2006”.